Invité a mis demonios a comerse mi carne. La que está muerta, siempre hay que devorar lo inerte para que de nuevo renazca.
Fueron amables. No dejaron ni las migas a los gusanos.
Fueron comprensibles. Diurnos a la voz de la Dama.
Inmunes al quebranto y al lecho.
Bestias. Uniformes de incontables súplicas.
Invité a mis secuaces a beber, la sangre podrida de mis entrañas. Las vísceras se fueron, y dejaron hueco al estigma. Pero sin dolor, porque el dolor muere cuando se acaba la rabia.
Invité a lo intercraneal a mi banquete.
La cortesía no hay que perderla si emana la pleitesía.
El señor feudal se fue a nuevas tierras donde adolecer, en su lugar me quedo en la penumbra de la vida, con la luz de mis manos que agarran rosas sin espinas.
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